Llevo apenas unos días en Bogotá, en esta ciudad que me recibe con su aire gélido y su asfalto interminable. Estoy aquí por un taller que gané, una oportunidad que me ha permitido estudiar y aprender, sin costo alguno, mientras la ciudad me envuelve en su crisol de ritmos y contradicciones. Pocos saben de mi presencia en sus calles; me he convertido en una pantera solitaria, deslizándome sigilosa por la jungla de concreto, donde cada esquina guarda su propio secreto. El frío me arrastra a la introspección, mientras el taller consume la mayor parte de mis días, desde el mediodía hasta la noche. Pero no me molesta, porque en la quietud de la soledad hallo un goce inesperado, un refugio que pocas ciudades pueden ofrecer. Bogotá, con sus ocho millones de almas, se convierte en el escenario perfecto para ser invisible, para perderme en el anonimato y encontrarme, a veces, sola en mi compañía.
Sin embargo, hay algo que me impide sumergirme completamente en el bullicio de la ciudad: el dinero. Las fuentes de ingreso son pocas y cada centavo se convierte en un tesoro. La lluvia, el viento frío, el horario del taller, y el escaso presupuesto convergen en una danza que me aleja de las invitaciones de amigos y conocidos. Bogotá puede ser una ciudad de sueños, pero también de gastos exorbitantes, y no tengo lujo ni tiempo para derrochar en cafés ni bares, ni en noches de excesos. Así que me encierro, no solo en las cuatro paredes, sino también en mis pensamientos, mientras el dinero se escapa, tan escurridizo como la lluvia que azota las ventanas.
Diana, mi amiga, es una de las pocas que sabe de mi paso fugaz por la ciudad. Con su espíritu libre y su amor por la calle, siempre tiene algo que ofrecer: un plan, una invitación, una nueva aventura. Ella, que tiene la mirada tan abierta como sus ganas de explorar, me invitó al Festival de las Artes Vivas en la Plaza de Bolívar, pero el frío y la lluvia fueron mis excusas para eludirla. Sin embargo, algo en sus palabras me atrapó: "Este fin de semana es Salsa al Parque", dijo. La salsa, esa corriente de vida que corre por las venas de todo el país, me prometía un respiro, una chispa de fuego en medio de esta ciudad fría. No soy una salsera empedernida, pero la idea de música al aire libre, gratuita, de vibrar con el ritmo sin la necesidad de ser una experta, me sedujo.
El sábado, la lluvia arremetió con fuerza, incluso el granizo cayó en una danza salvaje, pero el domingo amaneció con un sol radiante, como si la ciudad hubiera decidido regalarme una tregua. Nos encontramos cerca de la 85, justo antes de la hora que preferimos, las 4:20, y de camino al Parque Simón Bolívar, la conversación fluía entre chismes y trivialidades. En el carro, Marihuandolo nos acompañaba, y sabía que para cuando llegáramos al concierto, el brebaje haría su efecto, y con él, la experiencia se tornaría aún más intensa.
El escenario era majestuoso, un lienzo pintado con los colores del atardecer. El Parque Simón Bolívar se desplegaba ante nosotros como un espacio de infinita generosidad, donde todos podían ser parte de la música sin exclusiones. La vista, tan deslumbrante, tenía el cielo que se desangraba en matices de naranja hacia el oeste, mientras que al este, Monserrate se erguía, orgulloso, como un guardián que observa la ciudad desde lo alto. Esa forma en hoja del espacio para conciertos parecía diseñada para que nadie quedara fuera, para que cada alma, sin importar su origen, se sintiera parte del espectáculo. En ese espacio, todos éramos iguales: el joven con la gorra del Santa Fe y el hombre con la gorra de BMW coexistían en un abrazo sonoro. Qué hermoso es el poder de la música, esa fuerza universal que derrumba barreras y une cuerpos y almas al ritmo de un mismo latido. La salsa, en particular, me parece el género más democrático, el que cobija a todos, desde los raperos hasta los metaleros, pasando por los punkeros, los rastas, los hippies, y hasta los más sofisticados gomelos. En este platanal llamado Colombia, la salsa es, sin duda, la lengua común.
Estar en Salsa al Parque era como observar un desfile de Bogotá misma: sus estereotipos, sus singularidades, sus contrastes se deslizaban ante mis ojos como una película en la que yo era tanto espectadora como protagonista. La música se colaba por cada poro de mi piel, un manantial de energía que no podía detener. No soy experta en sonidos, y aunque la falla técnica en el volumen no pasó desapercibida, era evidente que el sonido no vibraba como debería, como el eco de un alma que se contiene. Si el bajo hubiera sido tocado por un costeño, seguro habría retumbado en el vientre de todos, dejando una marca imborrable. Pero no importa. Lo que sí importa es que Bogotá, con todo su caos, su geografía accidentada y su diversidad, sabe cómo hacer que un festival se sienta como una experiencia inolvidable. El Carnaval de Barranquilla es majestuoso, la Feria de las Flores en Medellín es un derroche de vida, y la Feria de Cali tiene una magia única, pero cuando se trata de conciertos masivos, de festivales que nos envuelven en su esencia, Bogotá es, sin lugar a dudas, la capital.
Cuando Guayacán subió a la tarima y cantó uno de sus himnos, "Mi Cali", no pude evitar que las lágrimas comenzaran a brotar, no solo por la nostalgia de mi tierra, sino porque podía sentir cómo los bogotanos se apropiaban de esa canción, la hacían suya. Bogotá es un refugio para todos los que, como yo, hemos llegado buscando un pedazo de cielo donde materializar sueños. En ella se cocinan tantas historias como rostros, y aunque la geografía nos haya separado, la música, la cultura, y sobre todo, el alma colectiva, son los hilos que nos unen.
Claro, había en el parque rolos que intentaban, sin éxito, seguir el ritmo de la salsa, y afrodescendientes cuya gracia natural los hacía moverse con una soltura que deslumbraba. Diana, estrenando look hippie-chic, era el centro de todas las miradas, sobre todo de aquellas que no podían evitar su hambre de belleza y deseo. Y aunque a veces me descubro navegando en aguas más turbias que las de mi heterosexualidad, jamás lo admitiré. Diana es una amiga entrañable, que llegó a mi vida por medio de mi esposo, un hombre de pocas palabras y aún menos amigos, pero con ella encontré algo más que una amiga: una hermana de alma.
Salsa al Parque 2024 fue, sin duda, un evento a la altura de los grandes festivales internacionales, una tarde, una noche que se grabó en la memoria como un viaje inolvidable. La única pena, el sonido, esa tímida vibración que nos hizo suspirar por algo más contundente, pero aun así, nada pudo empañar la magia la salsa, la música, el alma de Bogotá, se quedó conmigo, como un eco vibrante que aún resuena en mi pecho.
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